El pasado sábado por la noche estuve haciendo unas horas como extra en un hotel de 4 estrellas en el centro de Madrid. Conservaremos oculta la identidad del hotel de momento por si las moscas, no sea que se me presente el màitre por la puerta y me escupa a la cara con violencia.
El caso es que siempre he sido muy concienciada con eso de no tirar nada a la basura, que la comida es un bien muy preciado (ahora por desgracia más que nunca con los tiempos míseros que corren) pero hasta que no trabajas en un sitio donde manipulas alimentos y convives con comida no te das cuenta de la cantidad de ésta que tiramos a la basura... y ahora mi conciencia por el tema se ha multiplicado. Si tú tiras comida en buen estado a la basura, no te imaginas lo que se puede llegar a desperdiciar en un simple restaurante.
Uno de los dos máitres a cargo del evento me hizo tirar a la basura croquetas, canapés de ventresca con verduritas, surtido de ibéricos... porque se quedan unos pocos en la bandeja y al volver a la cocina, en lugar de juntarlos con la siguiente remesa de los mismos productos que van a ser servidos en las siguientes tandas, te obligan a que los eches a la basura. Yo, con mi timidez e inexperiencia en el tema, preguntaba tímida, "¿lo puedo juntar con el resto?". Las caras de los presentes eran un poema.
Lo mismo ocurrió al final del servicio con una bandeja con dos o tres kilos de panecillos impolutos, que ningún comensal había tocado en la cena. Bajé a las profundidades donde se suelen ubicar las cocinas y tuve que preguntar, "bueno, ¿y qué hago con estos panes?". "Ahí, a la basura", me dijo uno de los chefs, señalándome un cubo. Qué pena. Mucha pena. Grandísima pena.
Eso sí, paradojas que tiene la vida, me hicieron exprimir en cada copa hasta la última gota de vino que habita en cada botella. ¿Cómo desperdiciar las tres últimas gotas de vino peleón en el contenedor de la basura?
Fucking bastards.
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